En un lluvioso septiembre del 2017, una amiga me presentó al chileno que tenía más de un año viviendo en México. Yo en ese momento no estaba interesada en conocer a nadie, así que descarté salir con él. Sin embargo, un día mi amiga me dijo “sal con él, tampoco quiere nada serio porque se va a Australia en un par de meses”.
Accedí tomando la iniciativa esta vez invitando yo a salir, pero lo que jamás imaginé, es que después de esa primera cita, nos volvimos inseparables.
Al inicio fue demasiado emocionante estar con él. Salíamos al cine, a cenar, a fiestas y salidas con mis amigos. Al mes de estar saliendo, me pidió ser su novia mientras cenábamos en un restaurante. Yo seguía sin estar segura de querer tener algo serio con él o con nadie. Pero cedí a la emoción intensa de ser una eterna enamorada del amor.
Así que me dije ¿por qué no darle una oportunidad? y respondí con un sí.
A los pocos meses de relación, fuimos al Gran Cañón en Arizona. Recuerdo que durante el viaje me sentí incómoda. Según él, yo no era buena copiloto. Me pedía que pusiera música, y a la vez googleara sobre algún tema que tenía duda sin dejar de ver al mapa en waze. Si no lograba hacer todo eso al mismo tiempo y como él decía, se molestaba.
Era la primera vez que me iba de viaje con un «pololo» y tuve un momento de quiebre. Me sentía vulnerable por ese paso que estaba dando y nunca me sentí sostenida, ni escuchada.
Confieso, que aunque las vi desfilar frente a mis ojos, ignoré todas y cada una de las red flags.
Cuando volvimos del viaje, pensé en ponerle fin a la relación, pero eso no sucedió. Decidí darnos otra oportunidad y la historia continuó.
Cuando conocí a su mamá, le hice la pregunta curiosa de que si su mamá le había comentado algo sobre mi, a lo que dijo con un tajante “Pues nada, ¿qué va a decir?, sí yo sé elegir y siempre le gustan mis pololas”.
Claramente esa no era la respuesta que yo esperaba escuchar y fue lo que detonó mi primera crisis de ansiedad dentro de la relación.
Decidí seguir a pesar de las red flags, porque yo creo que ninguna pareja o persona es perfecta. Genuinamente confiaba en que todo iba a cambiar con el tiempo. Que yo iba a lograr que él fuera más empático y amoroso.
La relación siguió avanzando. Viajamos mucho juntos y honestamente esa adrenalina era lo que alimentaba mi espíritu aventurero. Me sentía contenta estando con él, a pesar de que en el fondo, algo me decía que las bases de la relación no eran lo suficientemente sólidas.
Al año y medio de relación decidimos casarnos. Le ofrecieron un ascenso en su trabajo que implicaba mudarse a Estados Unidos, así que optamos por un «matrimonio express«. En cuestión de dos meses ya era mi esposo. Sin embargo, el plan de la mudanza y el ascenso no sucedió, por lo que decidimos vivir en Santiago de Chile.
En noviembre del 2019, comprimí mi vida en tres maletas grandes y me abracé ilusionada al nuevo comienzo. Pero la adaptación al país sudamericano fue compleja. Tuve que reaprender a comer, a salir a la calle sin perderme, a usar el metro.
Paralelo a mi proceso de adaptación, extrañaba mucho a mi familia, la comida, lo que había aprendido a llamar hogar y empecé a experimentar un cuadro depresivo.
Mi ansiedad aumentaba con la forma en la que él se dirigía a mí cuando me veía llorar, empezaba con un “Ay ¿ya vas a empezar otra vez?, yo tengo que salir a trabajar para que la princesita se la pase llorando todo el día”.
Pero las semanas, meses y años fueron pasando y yo seguía creyendo que él podía cambiar.
Hoy sé que desde el inicio de la relación, viví distintos tipos de violencia psicológica y verbal, que en ese momento, no fui capaz de identificar.
Como la vez que fuimos con un grupo de amigos de paseo. Cada quien coordinó en su respectivo trabajo pedir un día extra. Pero él decidió no tomarse el día.
El resto del grupo, nos reunimos el domingo por la noche para compartir hasta entrada la madrugada. Cuando quise regresar a la habitación, me di cuenta que intencionalmente cerró la puerta para que yo durmiera afuera. Me «castigó» por estarla pasando bien y por no tomar en consideración que él si tenía que trabajar al otro día (lo cual fue su decisión personal). Al día siguiente, hizo como si nada hubiese pasado.
Ese tipo de situaciones no fue aislada. Otro ejemplo es que cuando me molestaba por alguna situación y le pedía espacio para poder tranquilizarme, en vez de darme ese espacio, me hostigaba por toda la casa para que me enojara más.
Nota mental: Una relación no es una casa desvencijada que se compra para reparar.
Llegó el momento en nuestro matrimonio en el que empezamos a hacer planes a futuro. Así que invertimos nuestros ahorros y compramos una casa. Antigua, pero con mucho potencial, decidimos remodelarla a nuestro gusto.
Pero el proceso fue una pesadilla. Nada de lo que yo hacía era suficiente para él. Ni siquiera que me hice cargo de la coordinación de cotizaciones, la búsqueda de materiales y los accesorios. Su apoyo emocional fue nulo.
Yo sentía que “él sabía ser adulto y yo no”. Era incapaz de ver que yo había sido capaz de adaptarme a un país nuevo, conseguir trabajo, crecer profesionalmente, hacer amigos, ahorrar, comprar una casa, conducir el auto en una ciudad enorme. Y no, nada era suficiente. Lo peor, es que yo empecé a tomarlo como una verdad.
Empecé a sentir que no tenía derecho de ser humana. A preocuparme o sentir angustia. Pero ante todo, me empecé a sentir profundamente sola estando en pareja.
Hoy me doy cuenta que empecé a vivir mi duelo dentro de la relación. Que cada vez evitaba más compartir mis sentimientos, porque sabía que las iba a minimizar o refutar o incluso, las iba a ridiculizar.
La gota que derramó el vaso fue una serie de eventos previos a viajar a mi país natal. Reclamos, manipulación, violencia y acoso verbal. En cuanto llegamos a México, después de tres años de no ver a mi familia, lo único que hacía era reclamar que por qué no le «dedicaba tiempo a él».
Se la pasaba encerrado en el cuarto, evitando la convivencia con todos. Cada día que pasaba alimentaba mi necesidad de ponerle fin a la relación.
Yo tomé la decisión de extender mi estadía con mi familia una semana más, Él si se regresó a Santiago. Durante ese tiempo a solas con mi familia y personas cercanas, me confrontó con la realidad de que esta vez, mi decisión estaba hecha.
¿Cómo me divorcio en un país extranjero?, ¿A dónde chingados me voy?, ¿Y la casa?, ¿Me regreso a México o me quedo en Chile?.
Cada vez que verbalizaba mi decisión de divorciarme, me dolía en el corazón. Pero aun estando aterrada, tomé el avión de vuelta a Chile para enfrentar la situación. Tenía mucho miedo de seguir escuchando sus amenazas, chantajes, sarcasmos y burlas.
Después de mucha psicoterapia, terapias holísticas, medicamos psiquiátricos, flores de Bach y el apoyo incondicional de mi red de apoyo, me fui.
Pasé meses con mucha incertidumbre, miedo, angustia, ansiedad, tristeza, culpa, vergüenza, enojo. Pero cada lágrima valió la pena. Tomar esa decisión para ahora encontrarme en un lugar mejor, me recuerda la importancia de cuidar de mí misma.
Ahora me siento plena, libre, feliz, segura y fuerte.
Sé que cada situación vivida es un aprendizaje y que todo eso también ha formado parte de la persona que ahora soy. También sé que hablo desde el privilegio de ser económicamente independiente, que no tuvimos hijos.
Pero aun así, creo que es necesario cuestionarse si estamos eligiendo el amor o el miedo. Porque elegir quedarse en una relación por miedo a lo desconocido, al cambio, a no sentirse suficiente o que nadie te vuelva a quere o a la incomodidad de ser una “divorciada”.
Pero, ¿Y si le damos el lugar que se merece al amor?